Alumnxs de 3º ESO asistieron a un taller de metáforas
visuales en el que, entre otras cosas, acertamos a “matar el tiempo” (literalmente).
Y, a propuesta suya, a dúo leímos este metafórico fragmento
de El cartero de Neruda, del
novelista chileno Antonio Skármeta:
(...)
—¡Metáforas, hombre!
—¡Metáforas, hombre!
—¿Qué son esas cosas?
El poeta puso una mano sobre el hombro del muchacho.
—Para aclarártelo más o menos imprecisamente, son modos de decir una cosa
comparándola con otra.
—Deme un ejemplo.
Neruda miró su reloj y suspiró.
—Bueno, cuando tú dices que el cielo está llorando. ¿Qué es lo que quieres
decir?
—¡Qué fácil! Que está lloviendo, pu’.
—Bueno, eso es una metáfora.
—Y ¿por qué, si es una cosa tan fácil, se llama tan complicado?
—Porque los nombres no tienen nada que ver con la simplicidad o complicidad
de las cosas. Según tu teoría, una cosa chica que vuela no debiera tener un
nombre tan largo como mariposa.
Piensa que elefante tiene la misma
cantidad de letras que mariposa y es
mucho más grande y no vuela —concluyó Neruda exhausto. Con un resto de ánimo,
le indicó a Mario el rumbo hacia la caleta. Pero el cartero tuvo la prestancia
de decir:
—¡P’tas que me gustaría ser
poeta!
—¡Hombre! En Chile todos son poetas. Es más original que sigas siendo
cartero. (…)
—¿Y qué es lo que quieres decir?
—Bueno, ése es justamente el problema. Que como no soy poeta, no puedo
decirlo. (…)
—Mira este poema: «Aquí en la Isla, el mar, y cuánto mar. Se sale de sí
mismo a cada rato. Dice que sí, que no, que no. Dice que sí, en azul, en
espuma, en galope. Dice que no, que no. No puede estarse quieto. Me llamo mar,
repite pegando en una piedra sin lograr convencerla.
Entonces con siete lenguas verdes, de siete tigres verdes, de siete perros
verdes, de siete mares verdes, la recorre, la besa, la humedece, y se golpea el
pecho repitiendo su nombre». —Hizo una pausa satisfecho—. ¿Qué te parece?
—Raro.
—«Raro.» ¡Qué crítico más severo que eres!
—No, don Pablo. Raro no lo es el poema. Raro es como yo me sentía cuando
usted recitaba el poema.
—Querido Mario, a ver si te desenredas un poco, porque no puedo pasar toda
la mañana disfrutando de tu charla.
—¿Cómo se lo explicara? Cuando usted decía el poema, las palabras iban de
acá pa’llá.
—¡Como el mar, pues!
—Sí, pues, se movían igual que el mar.
—Eso es el ritmo.
—Y me sentí raro, porque con tanto movimiento me marié.
—Te mareaste.
—¡Claro! Yo iba como un barco temblando en sus palabras.
Los párpados del poeta se despegaron lentamente.
—«Como un barco temblando en mis palabras.»
—¡Claro!
—¿Sabes lo que has hecho, Mario?
—¿Qué?
—Una metáfora. (…)
Gracias, Rocío.