El gran escritor argentino Ricardo Piglia murió el pasado 6 de enero en Buenos Aires a causa de un
paro cardíaco. Referente absoluto de la literatura nacional de los
últimos 40 años, escribió libros centrales para el canon nacional, como Respiración artificial y Prisión perpetua. Padecía ELA (Esclerosis
Lateral Amiotrófica) desde hacía años.
Nacido en Adrogué en 1940,
estudió historia porque decía que la carrera de letras le podía sacar
el amor por la literatura. Sin embargo, con el tiempo, llegó a la
Universidad de Letras como profesor. También enseñó Literatura
Latinoamericana en Princeton (EE.UU.).
Su primer libro fue La
invasión, un conjunto de cuentos que se publicó en la editorial Jorge
Álvarez, puntal de las editoriales independientes y de culto de los años
sesenta. Luego vendría Nombre falso y, en 1980, Respiración
artificial, novela metaliteraria que causó un terremoto en la tradición
argentina.
Fue
también un ensayista fino y sofisticado y un lector persistente de los
cruces entre literatura e historia. De sus libros de crítica y
pensamiento se pueden mencionar Crítica y ficción, Formas breves y El último lector.
El proyecto más importante de su vida, decía
él, eran sus diarios personales, que se empezaron a publicar hace dos
años y de los que ya salieron los dos primeros tomos, bajo el título de Los diarios de Emilio Renzi, en alusión al alter ego que habita muchos
de sus textos más conocidos. Para septiembre de este año se espera el
tomo final, siempre por la editorial española Anagrama, que a principios
de siglo reeditó toda su obra y le dio visibilidad europea a su
literatura.
Entre los muchos premios que se le
concedieron, caben destacar el Rómulo Gallegos, el Formentor y el
Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas. Su obra está traducida a más
de quince lenguas y ha sido llevada al cine.
Fuente:
http://www.clarin.com/sociedad/murio-escritor-ricardo-piglia_0_S1NQ8d6Hg.html
Os invitamos a leer un fragmento de su novela Prisión perpetua.
Os invitamos a leer un fragmento de su novela Prisión perpetua.
En marzo del 57 abandonamos medio clandestinamente Adrogué, un suburbio de Buenos Aires donde yo había nacido y donde había nacido mi madre, y nos fuimos a Mar del Plata, una ciudad que está a cuatrocientos kilómetros al sur de la provincia de Buenos Aires. Subimos los muebles a un camión, yo viajé entre las sogas y los bultos; sentado en un canasto de mimbre miraba pasar las poblaciones, las vacas, la mansedumbre idiota de la llanura. En Mar del Plata, el amigo de un amigo le consiguió un lugar donde abrir un consultorio. A los cuarenta años iba a empezar de nuevo. Se daba ánimo pero ya no se repuso y antes de morir, veinte años después, seguía aferrado al rencor que produce la injusticia.